Expedición Kazbek
Una aventura en solitario por las montañas del Cáucaso, en el corazón de Georgia
Kazbek (en georgiano: მყინვარწვერი, Montaña Helada)
9 de julio de 2024.
Me despierto en el aeropuerto de Kutaisi desorientado. ¿Dónde carallo estoy? Cuando lo recuerdo, miro el reloj y me sorprende que son las cinco de la mañana y es completamente de día. Claro que, aquí en Georgia, realmente son las siete.
Salgo afuera en busca del autobús a Tibilisi y me choco contra un calor sofocante, pegajoso y pesado. Parece que uno nade más que camine. No recordaba haber vivido antes un calor tan húmedo. Encuentro mi autobús y llego a Tibilisi pasado el mediodía. Hace calor, pero aquí es notablemente más seco. Con todo mi equipaje a cuestas (unos treinta kilos de cacharrería de montaña, material de acampada, ropa y comida), recorro despacio el antiguo Bazar de Meidan, tratando de absorber la realidad georgiana. El ambiente, más desordenado y caótico, ya experimentado con anterioridad en Europa del este, me anima sobremanera. Me hace olvidar al absurdo y protocolario occidente, donde ya quedó extinta la espontaneidad. La energía en Tibilisi es hermosa, agitada. Encuentro un hostal en cuya entrada veo tirados dos billetes de uno de la moneda de Azerbaiyán. Aquí me quedo. Por doce laris (unos cuatro euros) paso una noche fantástica en este precioso albergue medio derruido, pero que los rusos que lo regentan mantienen en unas condiciones más que agradables, demostrando poder gestionar con exquisita eficiencia la precariedad. Encima, la gente majísima.
Al día siguiente, con las pilas bien cargadas, pregunto en el hostal a dónde debo dirigirme para poder llegar al pueblo de Kazbegui, o Stepantsminda (სტეფანწმინდა en georgiano) , a lo que me responden que debo ir a la estación de autobús de Didube. Un abrazo y me despido. La aventura empieza ahora. De nuevo, me cargo todo mi equipaje y salgo a la calle, donde tomo un metro que me deja muy cerca de la supuesta estación de bus, la cual descubro que se trata de una explanada rodeada por puestos de todo tipo donde se vende todo lo habido y por haber, y donde una multitud acalorada grita, apoyada sobre sus furgonetas -las míticas Marshrutka-, los diferentes destinos a los que te ofrecen llevarte. Cuando escucho Kazbegui me dirijo hacia allí, y ansiosos, unos tipos comienzan a gritar con más énfasis: "¡Kazbegui, Kazbegui!" Les sonrío y hago el gesto universal de "¿cuánto dinero?" frotando mi pulgar contra mi índice y mi anular. En un inglés bastante precario pero suficiente para el negocio me dicen que cuarenta laris. Mi amigo ruso del hostal me había prevenido de que un precio justo eran unos quince o veinte laris, así que entre risas les digo: "¡Demasiado!", y con muy mala cara comienzan a gritar: "¡Ah! ¡Demasiado!". Mientras me alejo de ellos se me acerca una chica que, con deje francés, me asalta en buen castellano.
-- ¿Vas a Kazbegui? Por favor, quédate. Yo y mi novio llevamos más de una hora buscando gente para llenar un coche. Y este -me dice señalando a uno de los tipos- me dijo que si llenamos el suyo nos los deja por treinta laris.
Pensativo, me digo que treinta están bien. Al final y al cabo son unos diez euros para un trayecto de más de tres horas. Acepto y así es como esta pareja de franceses y yo nos convertimos en unos vendedores más del lugar, asaltando a la gente al grito de "¡Kazbegui, Kazbegui!" Sin mucho esperar otras dos señoras francesas y dos muchachas de Israel se suman al viaje y, con eso, llenamos el coche. Nos disponemos a partir y el muy sinvergüenza del conductor nos vuelve a pedir cuarenta a cada uno. Tras una media hora de infructuosos tira y afloja, acordamos pagarle los cuarenta, ya que la pareja francesa lleva más de dos horas esperando bajo los sofocantes cuarenta grados centígrados de la estación de autobuses de Didube. En realidad ninguno queremos esperar más. De muy mala gana le damos los cuarenta y partimos. Yo voy de copiloto. ¡Menudo viaje! Salir de Tibilisi consiste en la ley del más fuerte: "o paso yo o no pasamos ninguno" es lo que parecen pensar los conductores. Ya afuera de la ciudad, se adelantan unos a otros sin importar que vengan coches o camiones de frente. El que primero se aparta se convierte en lo que nos permite continuar el viaje, el viaje de la vida... En ocasiones algunos camiones se salen de la carretera para evitar el choque frontal. Pronto me acostumbro a que al final alguien siempre ceda y me convenzo de que no pasa nada. Contra todo pronóstico termino yendo de lo más relajado, riéndome de las continuas escenas suicidas.
La carretera alcanza su altitud máxima en el Paso de La Cruz (უღ. ჯვარი en georgiano), con 2.379 metros de altura. La carretera está siempre cubierta por vendedores ambulantes, vacas, caballos y perros asilvestrados. En las praderas de montaña se ven salpicadas por aquí y por allá algunas yurtas en las que tal vez vivan los pastores en el verano, o quizás dichos vendedores de la carretera. Llegamos a Kazbegui a media tarde, y la pareja de franceses, las muchachas de Israel y yo nos vamos a beber una cerveza por ahí. Pronto nos llevamos todos muy bien.
Cuando me preguntan que qué pienso hacer en Kazbegui, simplemente digo que me apetece pasear por las montañas. No me gusta hablar mucho de mis planes. Comienza a llover y nos despedimos. Yo pensaba acampar antes de partir hacia la montaña, pero debido al cansancio, al mal tiempo y a lo barato del país, decido buscar otro hostal por internet. Veo uno muy cerquita y me dirijo a él. Entro y mi impresión es la de entrar en una casa particular. Allí veo a una señora muy mayor sentada en el jardín y me comienza a hablar en Georgiano. Yo la miro sonriente y ella comienza a sonreír también. Lo único que alcanzo a decir es: "España" mientras me golpeo el pecho. Ella responde: "¡Oh! ¿España? ¡Fútbol!". Se levanta y comienza a golpearme en broma con su bastón. Entonces recuerdo que pocos días atrás España eliminó a Georgia de la Eurocopa y comienzo a reír. Luego la señora me señala unas escaleras y me hace el gesto como de que suba y duerma donde quiera. Así da gusto. Me acomodo en la primera habitación que encuentro, me doy una ducha y comienzo a preparar mi mochila. Paso y recojo la cuerda, ordeno los mosquetones y las cintas en el arnés, distribuyo la comida... En fin, lo preparo todo.
El día siguiente, tras las abundantes lluvias, amanece radiante. Voy a despedirme de la anciana del hostal y me encuentro a otras dos señoras, que deduzco son las hijas. Me presento, les doy un abrazo y, tirando de traductor de Google, les pido si me pueden guardar en su casa las dos mochilas más pequeñas que, tras desocupar su contenido y meterlo todo en la mochila grande, se quedaron vacías. Les digo que me voy a la montaña y que volveré en unos diez días. Por su puesto, no hay ningún problema. Ahora sí, me voy.
Me echo al monte a las once de la mañana y nada más empezar encuentro a un grupo de chinos medio desorientados. Me preguntan si sé dónde está el el monasterio. Se refieren a la Iglesia de la Trinidad de Guergueti (en georgiano: წმინდა სამება, Tsminda Sameba), un hermoso monasterio ortodoxo del S. XIV. Sé que debo pasar por allí así que les digo que me sigan. Al verme con semejante mochila, que de espaldas me tapa más de la mitad del cuerpo, comienzan a sacarme fotos. No entiendo muy bien por qué pero me río de la escena. Un buen rato después llegamos al monasterio tras una dura subida a pleno sol. Excepto una de las mujeres que está más en forma, el resto llegan reventados, pidiendo papas. Yo me río sin malicia y ellos responden de la misma manera. Me quito la mochila y nos vamos todos a ver el humilde monasterio. Es precioso y se encuentra completamente rodeado por gigantescos macizos montañosos. Por un momento asoma la mole helada del Kazbek en la distancia y tengo la impresión de encararme a Dios. Pronto se cubre de nuevo.
Entro al monasterio y como todavía llevo el arnés puesto con varios cacharros, un tipo que se me acerca y me estrecha la mano me pregunta en buen inglés si voy a subir al Kazbek. Le respondo que al menos lo voy a intentar y dibuja una gran sonrisa, pero su rostro se torna preocupado al comprobar que voy solo. Mi nuevo amigo es Iraní, y aunque no entiendo de qué, me comenta que ahora trabaja aquí en el monasterio. Me enseña su mano y descubro unas grandes cicatrices. Me cuenta que el invierno pasado, subiendo al monasterio cayó por una ladera helada, y que chocar contra unas rocas fue lo que lo salvó de precipitarse al abismo. Tras la alentadora historia, me pide que tenga mucho cuidado y se despide con solemnidad.
Pronto se desata una tormenta eléctrica con grandes gotas de lluvia. Me despido de los chinos y me meto bajo un pequeño cobertizo que hay aledaño al monasterio. Al poco rato llegan otros tres alpinistas polacos -dos hombres y una mujer- y pronto comenzamos a charlar de lo que suponemos nuestro objetivo común. Ellos también van al Kazbek y acordamos empezar a caminar juntos cuando pare de llover. Congeniamos enseguida. De pronto veo aparecer también a las muchachas de Israel que, cuando me ven, me gritan lo que les enseñé en la clase exprés de español que les di: "¡Muchacho pendejo!". Se resguardan también de la lluvia en el cobertizo. De repente creamos una pandilla muy divertida y casi nos da pena cuando cesa la tormenta. Ellas se van, y los polacos y yo comenzamos el trekking de aproximación. Al poco de empezar a caminar advertimos que tenemos ritmos muy diferentes y acordamos establecer el Campo I a 3.000 metros de altitud en el mismo emplazamiento, prácticamente a los pies del glaciar. Nos deseamos suerte y cada uno a su ritmo. Vuelve a llover pero, ya en marcha, hasta se agradece. A cada rato me cruzo de regreso a algún tipo guiando caravanas de caballos porteadores subiendo o bajando del campo base el equipaje de algunos que pagan por ello. En cierto punto de la montaña, brota de la nada una placa conmemorativa a las víctimas del Kazbek. Casi todos murieron descendiendo y muchos de ellos eran polacos. "Espero no le presten demasiada atención", pienso para mis adentros pensando en mis nuevos amigos.
Alcanzo la cota de los 3.000 metros al atardecer bastante cansado. El Kazbek sigue cubierto pero, algunos macizos de menor altitud, se encuentran despejados y bañados por la luz cálida y nítida tan característica después de una tormenta.
Ya habiendo cenado y con el campamento montado, llegan ya casi de noche los tres polacos al grito de "¡Pedro!". Todos nos alegramos al vernos y, mientras levantan campamento, debatimos acerca de nuestras diferentes formas de aclimatación. Yo les comento que no soy muy partidario de las típicas caminatas de ida y vuelta en las que ganas altura y la vuelves a perder. Prefiero subir y, allí a donde llegue, pasar la noche, por lo que al día siguiente, tras una noche fría y de abundante lluvia, subo al Campo II, o campo base, situado a casi 3.700 metros de altura. Los polacos subirán al día siguiente para volver a descender al Campo I y de nuevo dormir ahí, mientras que yo levanto mi tienda al llegar al Campo II. La travesía hasta aquí, atravesando el imponente glaciar del Guergueti, es formidable. Hay que decir que es un glaciar bastante amable, con pocas grietas y todas ellas pequeñas y visibles, al menos en este tramo, pues los días siguientes me demostrarán que no siempre es así. En el campo base se encuentra el Bethlemi Hut, una estación meteorológica que hace de refugio a quienes deciden pagar por ello.
A media tarde ya me encuentro bastante descansado y decido dar un pequeño paseo sobre el glaciar hasta alcanzar los 4.000 metros de altura a modo de aclimatación. El paseo me sienta de maravilla e incluso regreso corriendo al campo base. Me encuentro en plena forma y disfruto de la vista desde la privilegiada terraza que conforma la entrada de mi tienda de campaña, con vistas al gigantesco mar de hielo y a los continuos desprendimientos de roca y nieve de la montaña, algunos de ellos de inmensas proporciones y cuyo estruendo llega a poner los pelos de punta.
Esa misma tarde conozco a otros dos alpinistas, uno alemán y otro austríaco, que dedicarán el día de mañana a descansar y aclimatarse. Yo les comento que tal vez ataque la cumbre mañana mismo, por lo cual se sorprenden bastante, pues ello supondría ascender en tres días sin descanso desde el fondo del valle. Pero es que, honestamente, les comento que me encuentro con muchas fuerzas. En fin, por si acaso me retiro a la tienda muy temprano. A las siete de la tarde comienza a llover con fuerza y la verdad que hace bastante frío. Intento descansar y pronto me quedo dormido. Instintivamente me despierto a la 1:27 de la madrugada. Salgo de la tienda y me sorprende un cielo que explota en destellos. Pese a las pocas horas de sueño me encuentro totalmente descansado y, mientras preparo mi mochila, escucho como ya arrancan a caminar algunas cordadas. Doy un trago de agua y dejo el campo base. Comienzo a caminar en total oscuridad, solo iluminando mis pasos con la tenue luz roja del frontal. Adelanto las cordadas que van por delante mía y de pronto me encuentro totalmente solo sobre la gran llanura congelada que conforma el glaciar, muy atento a las cada vez más grandes y continuas grietas que se suceden. La nieve que lo cubre está dura como la piedra. Me detengo a respirar. Apago la luz del frontal y miro al cielo. Pasa un cometa. Doy las gracias y continúo el ascenso. En fuerte pendiente alcanzo una gran explanada: el famoso Plateau. Deben ser las cuatro y media de la mañana. Amanece. El mar de montañas que me rodea se tiñe de un tímido azul glacial que da una sensación de frío que se corresponde con la realidad. Me pongo todas las capas de abrigo y sustituyo uno de mis bastones por el piolo. La pendiente se pone cada vez más tiesa. El familiar sonido metálico del piolet contra la nieve helada me reconforta, me da fuerzas. Comienza la escalada.
A partir de los 4.500 metros de altura el avance se vuelve lento, fatigoso. El amanecer avanza, y el azul inicial es sustituido por un intenso naranja que colma de nitidez al paisaje brutal del Gran Cáucaso. Al fondo, incluso el Elbrus asoma, helado.
Tras un pequeño llanear a media ladera junto a unos grandes seracs, el ascenso se empina hasta convertirse en una bonita pala que termina en una cornisa helada que hay que atravesar para alcanzar el collado final. Aquí la fatiga es considerable y me sorprendo dando quince pasos y viéndome obligado a detenerme para descansar y respirar para regular mis pulsaciones. Nunca antes había experimentado la sensación. En este punto me uno a una cordada que asciende desde la vertiente rusa. Son dos chicos, Dimitri y Pávlov, y una chica, Tatiana. Los tres son rusos. Antes de alcanzar la cornisa, Tatiana se bloquea un poco y entre todos tratamos de asegurar sus pasos para aumentar su confianza. Pronto alcanzamos el collado. Este último esfuerzo me deja baldado y me tiro al suelo con mareos, pero pasados unos pocos minutos me siento muy recuperado. Intento comer un caramelo pero mi cuerpo lo rechaza. Apenas consigo dar unos tragos al agua medio congelada. Estamos a 4.870 metros de altura y, no me preguntes cómo, aparecen cuatro perros tumbados sobre el hielo. Por un momento creo que empiezan las alucinaciones, pero no, todos los ven. En fin... serán rusos. De hecho, mis nuevos amigos me comentan con alegría que acabamos de entrar en Rusia. Mientras descansamos, observamos jadeantes la pala final, de orientación norte, totalmente a la sombra y con sus 45º de inclinación imponentes sobre el collado. El cansancio me hace verla totalmente vertical. No obstante, de pronto siento un chute de motivación que aprovecho para levantarme y emprender la escalada final. Les deseo suerte a los rusos, ellos hacen lo mismo conmigo y me lanzo a la pared. Curiosamente, en este punto me siento con muchas fuerzas, probablemente la proximidad de la cima tenga algo que ver. En esta cara, sopla un viento atroz que me deja la mano izquierda de madera. Me salgo de una huella zigzagueante y decido probar mis fuerzas subiendo "a pincho" por la pala, abriendo mi propia escalada. Clavo piolet, clavo puño izquierdo, crampón derecho, crampón izquierdo. Y así un buen rato que se convierte en meditativo hasta que, casi sin darme cuenta, miro hacia arriba y observo la brillante parte superior de la bola somital. La pendiente disminuye y de pronto el sol me golpea la cara. La pared se convierte en llanura. Estoy en la cima. Alcanzo los 5.047 metros de altura del Kazbek a las 8 de la mañana en absoluta soledad. De pronto se me emborrona la vista, casi no veo. ¿Será la nieve que arrastra el viento? No... es algo más. Las sensaciones de la montaña son simplemente mágicas, a veces inexplicables. Son un soplo de vida para el alma. Miro a mi alrededor y no doy crédito. Todo queda por debajo de mí. Los glaciares, los valles, las nubes, las montañas. ¿Será verdad que vivimos en un planeta tan rebosante de milagros? ¿Será verdad que esto lleva existiendo toda la eternidad? La sensación me supera y me siento estúpido por dar por hecho la existencia de algo semejante. La inmensidad de la naturaleza me abruma, desnuda mi alma y mi ego, aniquila al último por unos instantes, convirtiendo así este en uno de los momentos más hermosos de mi vida, en el que se culmina (aunque todavía queda el descenso) una aventura gestada muchos meses atrás, en el momento mismo en que comenzó a ser soñada durante una fría tarde de enero en la Sierra de Madrid, en la que un compañero de las pruebas de acceso al curso de guías de montaña, Javi, de Pamplona, me habló, mientras corríamos por un pinar muy nevado, de esta montaña por primera vez: el Kazbek, aquel hermoso "cincomil" georgiano cuyo nombre, no sé por qué, me cautivó desde el principio.
Al rato van llegando algunas cordadas a la cima. Primero los rusos, y más tarde dos checos y dos rumanos. Nos damos la enhorabuena los unos a los otros y, con el alma desnuda, compartimos sin disimulo la emoción de la cumbre.
El descenso hasta el Base transcurre sin mayores contratiempos más que una metedura de pata en una grieta del glaciar, que soluciono sin problema pero con susto. Al llegar al campo base, primero me encuentro al alemán y al austríaco practicando algunas maniobras de cuerda, y me felicitan por haber subido. Acto seguido entro a mi tienda y me tumbo destrozado pero inmensamente feliz, aunque demasiado cansado como para asimilar los sucesos. Al rato me despierta un calor intenso y, nada más salir de la tienda, me sorprenden los polacos, recién llegados al campo base en su caminata de aclimatación. No dan crédito a que ya haya subido y me preguntan el tiempo empleado. No había pensado en ello y me pongo a echar cuentas. Seis horas clavadas para subir y tres para bajar. "Loco Pedro..." es toda su respuesta. Me dan la enhorabuena por tan buen tiempo y por haber ascendido en solitario. Los abrazo a todos antes de que vuelvan a bajar al Campo I y busco una sombra en la que tumbarme mientras reparo en que todavía no comí nada desde las dos de la mañana en que comenzó mi jornada, pero la prioridad del cuerpo es descansar, mucho más que comer.
Al día siguiente me despierto a las cinco de la mañana fresco como la menta, realmente sorprendido por tener tanta energía. Recojo todo y, entristecido, dejo el campo base. De nuevo atravieso el glaciar y pronto llego al Campo I, donde vuelvo a encontrar a los polacos, que me invitan a uno de los tés que más deliciosos me supieron nunca. El día es radiante. Pasamos un rato de lo más agradable, con vistas al glaciar y al Kazbek, charlando amenamente y dejando caer alguna que otra promesa de reencuentro. Me dan su palabra de venir a los Picos de Europa, pues les comento que ahora vivo allí, y yo les doy la mía de enseñarles las montañas. Con el trato cerrado, me despido de ellos y, ya con los "deberes" hechos, disfruto todavía más de la formidable caminata de regreso hasta el pueblo de Stepantsminda, atravesando las inmensas praderas alpinas rebosantes de florecillas de todas las formas y colores, con el majestuoso telón de fondo del Cáucaso, bañadas sus faldas por los ahora verdes abedulares que, para decoro del paisaje, dan ese toque de color que tan perfectamente contrasta con la apariencia inerte de las grandes montañas. Este recorrido hasta el valle, bañado de alegría y satisfacción, conforma el broche de oro a tan hermoso periplo. Y es así, narrándola en estas páginas, como concluye el ciclo de esta aventura, pues, como toda gran aventura, primero se sueña, luego se vive y, ya por último, se transmite.