Experiencia

Mis inicios

En la cima del Torrecerredo (2.648 m.s.n.m)
En la cima del Torrecerredo (2.648 m.s.n.m)

Soy un enamorado de la naturaleza desde que tengo uso de razón, en ella me siento en casa -en realidad lo estoy- y no me cansaré de llorar de alegría cuando me sumerjo en sus escenarios. 

Observando una muralla rocosa, un atardecer o escuchando la berrea de los ciervos siento que me desbordan las emociones, y es este amor tan profundo el que ansío transmitir a aquellas personas que por diferentes circunstancias se ven alejadas del mundo natural, en un momento de nuestra historia en el que, más que nunca, necesitamos volver a acercarnos a nuestra cuna: la Naturaleza.

Te preguntarás qué sabe del mundo natural un tipo como yo. Pues bien, mis conocimientos los respaldan, a parte de mis formaciones, numerosas lecturas -la primera gran escuela de mi vida- y experiencias. Mi infancia se desarrolló entre los bosques de mi parroquia (Santa María dos Ánxeles, Brión, Galicia), en los que, refugiado en mi pequeña cabaña, aprendí, sin ser consciente de ello, a fundirme con el ritmo de vida de mis conciudadanos campestres.

Mi cabaña
Mi cabaña

También desde muy joven sentí la llamada impetuosa del nomadismo, la cual me llevó con quince años a realizar mi primer viaje en solitario a las montañas del oriente gallego, un viaje que me abrió un mundo fascinante al autoconocimiento. Tuve encuentros con hermosas criaturas que hasta entonces solo existían en mi cabeza, y la insondable fascinación suscitada por tales encuentros me llevó a desarrollar una de mis pasiones, desconocida hasta entonces: la escritura. Como una necesidad visceral, comencé a relatar ciertos sucesos e impresiones conjugando un estilo literario con descripciones meramente biológicas. Más tarde, esta pasión se convertiría en algo más trascendente en mi vida.

Selfie a la antigua en las montañas del oriente gallego
Selfie a la antigua en las montañas del oriente gallego

Tras este pequeño gran viaje a la montaña fui realizando algunas travesías en busca de lo salvaje a lo largo del norte de España y, en menor medida, algunas regiones de Francia. Estos viajes me llevaron a tener encuentros increíbles con numerosos animales que hasta ese momento solo había imaginado a través de lecturas y documentales. Me vi cara a cara con los grandes herbívoros europeos, con lobos ibéricos y osos pardos, entre otros, no haciendo estos encuentros sino aumentar mi ya exacerbada admiración por la autenticidad incomparable de la naturaleza salvaje. 

Ciervo europeo (Cervus elaphus)
Ciervo europeo (Cervus elaphus)
Oso pardo (Ursus arctos)
Oso pardo (Ursus arctos)
Tras las huellas del oso pardo
Tras las huellas del oso pardo

Mis primeros viajes

Hasta entonces habían sido pequeñas escapadas las que sostenían mis experiencias, pero, por un cúmulo de circunstancias y de oportunas lecturas, en el año 2019, sin tener experiencia previa y lleno de dudas, decido cargar mi bicicleta con alforjas y lanzarme a la carretera sin tener un recorrido ni un destino definidos, realizando 1.400 kilómetros desde la puerta de mi casa, en Brión, hasta el sur de Francia, cruzando el Pirineo. Parte de este viaje lo realicé acompañado de mi expareja y parte en solitario. Esta experiencia me cambiaría para siempre y los viajes en bicicleta se convertirían a partir de entonces en una parte fundamental de mi vida. Totalmente embriagado por la libertad experimentada en aquel viaje, solo unos meses después, en el año 2020, me entrego a un nuevo proyecto: cruzar la Cordillera Cantábrica entera, en bicicleta y en autosuficiencia. Esta expedición duró un mes, 800 kilómetros y cerca de 20.000 metros de desnivel acumulados a través de lugares absolutamente maravillosos. 

Potranca y Pitufina
Potranca y Pitufina
La libertad es la droga más dura
La libertad es la droga más dura

Durante este viaje, del que nacieron muchos vídeos para mi canal de YouTube y numerosos relatos y fotografías, me di cuenta de que mis viajes, al ser compartidos, desprendían un valor más trascendental. Al hablar a la cámara o al escribir, sin darme ni cuenta atiborro al oyente o al lector de mi pasión desbocada y, según me cuentan, de alguna forma la contagio. Es entonces cuando, convertido en una suerte de ciclonaturalista, comprendo que desde ese momento mis vivencias han adquirido un propósito: acercar la naturaleza a la gente, acercar mi pasión por el mundo al mundo y conseguir un cambio de conciencia en algunas personas en pro del medioambiente y del propio bienestar de dichas personas. Esto lo avalan testimonios de algunos de mis seguidores, y es cuando recibo estos mensajes cuando mi trabajo cobra sentido, cuando reparo en que tiene sentido.

Tras esta gran experiencia decido escribir y publicar mi primer libro: Encuentros con lo salvaje, una miscelánea de relatos extraídos de mi cuaderno de viajes y acompañado por las magníficas ilustraciones de dos grandes artistas: mis grandes amigos Tristán Ron (@tristan_ron) y Jose A. (@gueyulguallu). Tras ver la acogida de esta primera publicación me decido a escribir otro libro: La Transcantábrica en bicicleta, en el que narro el viaje vivido a lo largo de la Cordillera Cantábrica, un libro que ya está escrito y que espero publicar dentro de poco.

Enamorado de la soledad y del sufrimiento buscado, tras este viaje realizo varias escapadas en solitario y en autosuficiencia a la nieve con mi bicicleta, llegando a pasar una semana solo en las montañas del Macizo Central Ourensán durante intensas nevadas y temperaturas generosamente bajo cero. Poco a poco me doy cuenta del bienestar que me proporciona el ejercicio intenso de una vida espartana completamente desprendida de lo accesorio y que prioriza la experiencia. Así fui aprendiendo que cuanto menos tengo más soy capaz de hacer.

Posando a 8 bajo cero tras un día complicado.
Posando a 8 bajo cero tras un día complicado.
La Loba posando con los bidones congelados
La Loba posando con los bidones congelados

Solo un año más tarde llega a mi vida un nuevo reto: cruzar el Pirineo de mar a mar, una travesía en la que uno el mar mediterráneo con el cantábrico tras haber recorrido los 1.000 kilómetros de montañas que separan ambas costas. Esta odisea puso a prueba mi voluntad y de ella extraje grandes enseñanzas. La más grande: valorar el esfuerzo que requieren las cosas.

En la cima del Pourtalet. Uno de los días más duros
En la cima del Pourtalet. Uno de los días más duros
Adentrándonos al Cadí-Moixeró
Adentrándonos al Cadí-Moixeró

Estas dos últimas travesías, la de la Cordillera Cantábrica y la del Pirineo, las realicé también acompañado de mi expareja, Melina, que a algunos ya os sonará. Ambos viajes los podéis encontrar en mi canal de YouTube (al que recomiendo que te suscribas;)

¡Sigamos!


Europa en bicicleta. 

Un año en la ruta en solitario a través de 18 países. 

Los Alpes, Los Balcanes y Europa del Este.

Tras tanto "no parar", me estabilizo un poco y me dedico a trabajar en Asturias, en el Parque Natural de Redes, donde intercalando el trabajo con el alpinismo, realizo diversas ascensiones en el macizo de Las Ubiñas y Los Picos de Europa a la vez que trabajo como camarero en una taberna de aldea y me entrego a diferentes trabajos forestales. No obstante, tras varios meses, y por diferentes motivos personales, siento un repentino impulso que me lanza sin ninguna transición a la más grande de mis aventuras realizadas hasta entonces, aunque en aquel momento todavía no lo sabía. El caso es que de un día para otro decido equipar a mi Loba con todo lo que necesito para lo que yo imaginé una aventura de un par de meses, desde mi casa hasta Italia, por decir algo. Y así fue como un 4 de octubre me embarqué en un tren que me dejó en San Sebastián al húmedo atardecer de un otoño que ya hacía por notarse. 

Posando junto a mi compañera de viaje. Comienza el viaje
Posando junto a mi compañera de viaje. Comienza el viaje

Y así, sin rumbo ni destino y en solitario, comienzo a pedalear hacia las llanuras de Francia hasta, tras un mes, aterrizar en Chamonix, la puerta de Los Alpes, donde el invierno más crudo se estaba preparando para morderme. Ni por asomo imaginé que acabaría por cruzar toda esta colosal cordillera en una travesía que supuso una vuelta de página en mi vida. Pero así fue, y tras 1.300 kilómetros, 5 países (Francia, Suiza, Italia, Austria y Eslovenia), y decenas de puertos -algunos de 3.000 metros de altitud-, con momentos realmente duros de por medio, sentí en mí interior un verdadero renacer espiritual. 

Le Grotte de Glace (La Cueva de Hielo)
Le Grotte de Glace (La Cueva de Hielo)
Cruzando el mítico Passo Stelvio (2.757 m.s.n.m)
Cruzando el mítico Passo Stelvio (2.757 m.s.n.m)
Sobre el glaciar Mer de Glace
Sobre el glaciar Mer de Glace

Pero el viaje no terminó aquí. Tras haber realizado ya 3.000 kilómetros durante los dos meses que yo pensaba estar a mi suerte, sentí con toda seguridad que quería continuar viajando, por lo que de cabeza me lancé a las regiones donde el cambio cultural supuso la etapa más interesante del viaje: Los Balcanes. Desconocía todo acerca de estos países. Sus nombres siempre me habían sonado tan lejanos como inaccesibles, por lo que recorrerlos de forma tan inesperada me hizo sentir como un auténtico peregrino aventurándose a lo desconocido. Croacia, Bosnia, Montenegro, Albania, Macedonia del Norte y Grecia. En estos países de inusitada hospitalidad (en especial Albania), viví momentos de todo tipo. Mi forma de viajar tan vulnerable y directa con el entorno, me obligaba a cada instante a integrarme en lo más hondo de la idiosincrasia de cada país, y para bien o para mal, fui descubriendo sus secretos, reservados exclusivamente a quien habita la cotidianeidad de los lugares. Emborracharme con la policía en Albania, dormir completamente solo en una acrópolis en la frontera griega, levantarme escuchando la llamada el rezo musulmán bajo las mezquitas de Bosnia o tener que escapar de noche y con la bici pinchada de una casa de algún barrio oscuro de algún remoto poblado de Montenegro son solo unas pequeñas muestras de las aventuras que a diario enfrentaba en los caóticos Balcanes.

Rostros de Albania. Distrito de Gjirokastër
Rostros de Albania. Distrito de Gjirokastër
Bajo las mezquitas de Bosnia
Bajo las mezquitas de Bosnia

Tras alcanzar Grecia, a donde pedaleé huyendo del frío tremendo de lo más crudo del invierno, me vi sorprendido por una región igualmente fría y montañosa. Tal fue mi ignorancia. Alcancé el país helénico atravesando tremendas nevadas y temperaturas nocturnas que rozaban los 10 grados bajo cero, y tras 4 meses a la intemperie en condiciones tan duras el frío empezaba a hacer mella en mi moral. Por ello, a través de una organización que ofrece alojamiento y alimento a cambio de trabajo, contacté con una escuela situada a las afueras de Sofía (Bulgaria), en la que me detuve a trabajar durante algo más de un mes. Llegué a la capital búlgara un 4 de febrero. La encontré teñida de blanco y a una temperatura de 12 grados bajo cero. 

La "calurosa" Grecia
La "calurosa" Grecia

Durante mi estancia en la escuela trabajé como ayudante en las clases de español y, además, tuve la libertad para crear mis propias clases, por lo que di charlas al alumnado y profesorado sobre mi viaje, sobre la flora y la fauna del norte de España, técnicas para hacer fuego, etc. Y no solo eso, allí coincidí con otra voluntaria colombiana que, tras convivir juntos, quiso viajar conmigo por un tiempo. Sin bicicleta y apenas equipaje para un viaje de estas características, consiguió su corcel de hierro por el módico precio de 30 euros a un paisano búlgaro que vivía a 40 km de Sofía. Cuando todo esto sucedió yo ya había reemprendido mi viaje y me encontraba recién llegado a Rumanía -acampado entre manadas de chacales-, pues mis planes de continuar hacia Asia por Turquía se vieron truncados por la burocracia, y eso me llevó a decidirme por ir a cumplir uno de los grandes sueños de mi infancia: cruzar Los Cárpatos. 

El caso es que Azul -así se hace llamar esta pantera colombiana- me contactó y quedamos de encontrarnos a orillas del Danubio, en la frontera de Bulgaria con Rumanía. El día del encuentro llegó al fin, y de entre los camiones que hacían cola en la aduana, la vi emerger con una bicicleta violeta de paseo, diminuta, y con todo su equipaje amarrado como buenamente pudo, con cordones de zapatos. Entonces comenzó una etapa totalmente diferente a lo vivido anteriormente, la más inesperada y quizás la más loca.

Azul junto a Loba y Tormenta a orillas del Danubio. Al fondo se intuye la cordillera búlgara
Azul junto a Loba y Tormenta a orillas del Danubio. Al fondo se intuye la cordillera búlgara

Le expuse mis planes de cruzar los Cárpatos, de los riesgos objetivos y las condiciones que allí encontraríamos. Ella no dudó en intentarlo. Y así fue como nos lanzamos a cruzar esta hermosísima cordillera repleta de valles, bosques y montañas que hacen las delicias de cualquier viajero. Sus gentes: extraordinarias. 

Nuestra segunda noche en Rumanía la pasamos con una familia gitana que, aunque muy humildes, nos trató como a su familia y lo pasamos muy bien, viviendo esa clase de momentos que te tatúan el alma. 

Tras cruzar las amplias llanuras del sur del país, alcanzamos finalmente las altitudes carpáticas, donde el calor primaveral de abril que reinaba en el valle fue devorado por el frío invernal de las montañas. Nieve, mucha nieve otra vez. Comenzamos a cruzar una zona tan remota que jamás supimos su nombre ni jamás la supimos identificar en el mapa tras recorrerla, pues no teníamos cobertura de ningún tipo ni disponíamos de mapa de papel. Las acampadas fueron tan frías como hermosas. Una mañana, amaneció nevando. Ya íbamos cortos de comida y teníamos bastante hambre. Las jornadas estaban siendo duras. Y fue cuando las condiciones se complicaban más, cuando dimos con un diminuto valle en el que aparecieron de la nada tres pequeñas casitas, de las cuales solo una de ellas parecía albergar algo de vida. Vimos afuera a tres tipos apoyados en una excavadora. Estaban arreglando un tramo del sendero que veníamos recorriendo. Yo me acerqué a uno de ellos que, aparte de rumano, solo hablaba unas pocas palabras de alemán, por lo que nuestra conversación se basó en lenguaje de signos y dibujos en la tierra. Le hice entender que teníamos mucha hambre y necesitábamos algo de comida. Cuando él pareció entender sonrío y nos llevó a su chozita. La nevada arreciaba. En un santiamén llenó una mesita de sopas, embutidos, cebolla y pan. Por supuesto también vino. Nos ofreció un lugar en el que dormir y poder atizar durante la noche. El frío era intenso. Cuando uno menos se lo espera, la gente aparece de la nada y te soluciona el día, o en este caso, una dura noche. Y este es solo un ejemplo de lo que fue Rumanía.

Tras varias semanas juntos recorriendo Los Cárpatos, nos separamos temporalmente. Yo me fui a trabajar a una granja en la que cuidaba vacas y cabras, entre otras cosas. Allí me detuve durante un mes, esperando a que la nieve se derritiera poco a poco, permitiéndome así cruzar la Transfăgărășan, mítico paso de montaña, considerada una de las carreteras más hermosas del mundo. Hermosa e intensa. ¡Veinte osos pardos me crucé durante mi recorrido! Algunos encuentros fueron de lo más entretenidos, por llamarlo de alguna forma. 

Osa con oseznos en libertad. En los bosques de Rumanía
Osa con oseznos en libertad. En los bosques de Rumanía

Y con este mítico paso de montaña, terminó mi recorrido transcarpático. Otro sueño más cumplido.

De nuevo en el valle, me dirigí hacia Serbia, donde volví a encontrarme con Azul. El calor era horroroso, y pedaleábamos siempre por la tarde. Recorrimos el llamado Amazonas Europeo, una senda hermosa a orillas del Danubio, donde campan a sus anchas por las amplias llanuras arboladas manadas de jabalíes y chacales. Por momento nos sentíamos dentro de un safari. Sin embargo, cuando el sol caía, comenzaba el infierno insufrible de los mosquitos. Pedalear era imposible, y salir de la tienda de campaña todavía más, por lo que las tardes se comenzaron a hacer difíciles. Llegamos a Hungría y el viaje comenzó a ser demasiado para Azul que, en Budapest, decidió dejar atrás esta etapa del viaje, de la vida. El autobús de Azul llegaba, y tras intentar inútilmente vender a Tormenta por las calles de Budapest, nos vimos obligados a abandonarla en una parada de autobús con una nota en la que por favor pedimos que la recogiera alguien que la necesitara y la fuese a cuidar. El bus llegó y Azul se fue. Y mientras ella se alejaba, eché una última mirada a Tormenta, que allí se quedaba sola después de tantas aventuras. Lo recordaré siempre como uno de los momentos más tristes de mi vida.

De pronto me quedé solo otra vez. Al principio fue muy difícil. Además, las condiciones dejaron de motivarme. Una intensa ola de calor, humanización excesiva, llanuras infinitas... El viaje que venía haciendo se transformó por completo, demasiado. Ya no estaba disfrutando. Contacté con una amiga de Azul que vivía en Viena y estaba dispuesta a acogerme un tiempo, por lo que comencé a pedalear. Crucé a Eslovaquia y, desde Bratislava, uní las dos capitales europeas en una jornada, un logro inútil.

En Viena descansé de la bici, algo que mi cuerpo necesitaba. Disfruté del placer de la amistad con Lenna y su pandilla. Fuimos juntos a beber al río, a bañarnos, tocamos la guitarra y recorrimos la ciudad. 

El choque con la Europa más occidental me hizo, no obstante, desmotivarme enormemente, haciéndome sentir que este viaje tocaba su fin. Tomé un autobús desde Viena a Oviedo para ahorrarme la ola de calor que azotaba el resto de países que, por otra parte, ya había atravesado. Desde allí, tras reencontrarme con viejas amistades, pedaleé hasta Galicia, hasta mi hogar, cerrando así un ciclo que en números podría medirse en 10.000 km recorridos a lo largo de 18 países durante un 351 días de pedaleo. Sin embargo, esta etapa de mi vida siempre la mediré en los aprendizajes otorgados por las miles y miles de almas que se cruzaron en mi camino.

Reencuentro con mi familia. Fin del viaje
Reencuentro con mi familia. Fin del viaje

Nada más terminar este viaje me fui a vivir a la Cordillera Cantábrica, donde terminé mis estudios de Guía de Montaña y me seguí formando en el mundo del alpinismo, para pronto compartiros novedades que os permitirán vivir experiencias junto a mí, para que todos podamos seguir aprendiendo de todos. 

                                     Ascendiendo la cara Norte al Cubil del Can. Cordillera Cantábrica
Ascendiendo la cara Norte al Cubil del Can. Cordillera Cantábrica
                                     Ascendiendo la cara Norte al Cubil del Can. Cordillera Cantábrica
Ascendiendo la cara Norte al Cubil del Can. Cordillera Cantábrica
Esquiada con vistas a los Picos de Europa
Esquiada con vistas a los Picos de Europa
En mis prácticas como guía de montaña. Como telón de fondo, los Picos de Europa
En mis prácticas como guía de montaña. Como telón de fondo, los Picos de Europa

Expedición Kazbek. 

Una aventura en solitario por las montañas del Cáucaso, en el corazón de Georgia.

Kazbek (en georgiano: მყინვარწვერი, Montaña Helada)

9 de julio de 2024.

Me despierto en el aeropuerto de Kutaisi desorientado. ¿Dónde carallo estoy? Cuando lo recuerdo, miro el reloj y me sorprende que son las cinco de la mañana y es completamente de día. Claro que, aquí en Georgia, realmente son las siete.

Salgo afuera en busca del autobús a Tibilisi y me choco contra un calor sofocante, pegajoso y pesado. Parece que uno nade más que camine. No recordaba haber vivido antes un calor tan húmedo y sofocante. Encuentro mi autobús y llego a Tibilisi pasado el mediodía. Hace calor, pero aquí es notablemente más seco. Con todo mi equipaje a cuestas (unos treinta kilos de cacharrería de montaña, material de acampada, ropa y comida), recorro despacio el antiguo Bazar de Meidan, tratando de absorber la realidad georgiana. El ambiente, más desordenado y caótico, ya experimentado con anterioridad en Europa del este, me anima sobremanera. Me hace olvidar al absurdo y protocolario occidente, donde ya quedó extinta la espontaneidad. La energía en Tibilisi es hermosa, agitada. Encuentro un hostal en cuya entrada veo tirados dos billetes de uno de la moneda de Azerbaiyán. Aquí me quedo. Por doce laris (unos cuatro euros) paso una noche fantástica en este precioso albergue medio derruido, pero que los rusos que lo regentan mantienen en unas condiciones más que agradables, demostrando poder gestionar con exquisita eficiencia la precariedad. Encima, la gente majísima.

Al día siguiente, con las pilas bien cargadas, pregunto en el hostal a dónde debo dirigirme para poder llegar al pueblo de Kazbegui, o Stepantsminda (სტეფანწმინდა en georgiano) , a lo que me responden que debo ir a la estación de autobús de Didube. Un abrazo y me despido. La aventura empieza ahora. De nuevo, me cargo todo mi equipaje y salgo a la calle, donde tomo un metro que me deja muy cerca de la supuesta estación de bus, la cual descubro que se trata de una explanada rodeada por puestos de todo tipo donde se vende todo lo habido y por haber, y donde una multitud acalorada grita, apoyada sobre sus furgonetas -las míticas Marshrutka-, los diferentes destinos a los que te ofrecen llevarte. Cuando escucho Kazbegui me dirijo hacia allí, y ansiosos, unos tipos comienzan a gritar con más énfasis: "¡Kazbegui, Kazbegui!" Les sonrío y hago el gesto universal de "¿cuánto dinero?" frotando mi pulgar contra mi índice y mi anular. En un inglés bastante precario pero suficiente para el negocio me dicen que cuarenta laris. Mi amigo ruso del hostal me había prevenido de que un precio justo eran unos quince o veinte laris, así que entre risas les digo: "¡Demasiado!", y con muy mala cara comienzan a gritar: "¡Ah! ¡Demasiado!". Mientras me alejo de ellos se me acerca una chica que, con deje francés, me asalta en buen castellano.

-- ¿Vas a Kazbegui? Por favor, quédate. Yo y mi novio llevamos más de una hora buscando gente para llenar un coche. Y este -me dice señalando a uno de los tipos- me dijo que si llenamos el suyo nos los deja por treinta laris.

Pensativo, me digo que treinta están bien. Al final y al cabo son unos diez euros para un trayecto de más de tres horas. Acepto y así es como esta pareja de franceses y yo nos convertimos en unos vendedores más del lugar, asaltando a la gente al grito de "¡Kazbegui, Kazbegui!" Sin mucho esperar otras dos señoras francesas y dos muchachas de Israel se suman al viaje y, con eso, llenamos el coche. Nos disponemos a partir y el muy sinvergüenza del conductor nos vuelve a pedir cuarenta a cada uno. Tras una media hora de infructuosos tira y afloja, acordamos pagarle los cuarenta, ya que la pareja francesa lleva más de dos horas esperando bajo los sofocantes cuarenta grados centígrados de la estación de autobuses de Didube. En realidad ninguno queremos esperar más. De muy mala gana le damos los cuarenta y partimos. Yo voy de copiloto. ¡Menudo viaje! Salir de Tibilisi consiste en la ley del más fuerte: "o paso yo o no pasamos ninguno" es lo que parecen pensar los conductores. Ya afuera de la ciudad, se adelantan unos a otros sin importar que vengan coches o camiones de frente. El que primero se aparta se convierte en lo que nos permite continuar el viaje, el viaje de la vida... En ocasiones algunos camiones se salen de la carretera para evitar el choque frontal. Pronto me acostumbro a que al final alguien siempre ceda y me convenzo de que no pasa nada. Contra todo pronóstico termino yendo de lo más relajado, riéndome de las continuas escenas suicidas.

La carretera alcanza su altitud máxima en el Paso de La Cruz (უღ. ჯვარი en georgiano), con 2.379 metros de altura. La carretera está siempre cubierta por vendedores ambulantes, vacas, caballos y perros asilvestrados. En las praderas de montaña se ven salpicadas por aquí y por allá algunas yurtas en las que tal vez vivan los pastores en el verano, o quizás dichos vendedores de la carretera. Llegamos a Kazbegui a media tarde, y la pareja de franceses, las muchachas de Israel y yo nos vamos a beber una cerveza por ahí. Pronto nos llevamos todos muy bien.

Pueblo de Kazbegui
Pueblo de Kazbegui
Torres de vigilancia medievales
Torres de vigilancia medievales

Cuando me preguntan que qué pienso hacer en Kazbegui, simplemente digo que me apetece pasear por las montañas. No me gusta hablar mucho de mis planes. Comienza a llover y nos despedimos. Yo pensaba acampar antes de partir hacia la montaña, pero debido al cansancio, al mal tiempo y a lo barato del país, decido buscar otro hostal por internet. Veo uno muy cerquita y me dirijo a él. Entro y mi impresión es la de entrar en una casa particular. Allí veo a una señora muy mayor sentada en el jardín y me comienza a hablar en Georgiano. Yo la miro sonriente y ella comienza a sonreír también. Lo único que alcanzo a decir es: "España" mientras me golpeo el pecho. Ella responde: "¡Oh! ¿España? ¡Fútbol!". Se levanta y comienza a golpearme en broma con su bastón. Entonces recuerdo que pocos días atrás España eliminó a Georgia de la Eurocopa y comienzo a reír. Luego la señora me señala unas escaleras y me hace el gesto como de que suba y duerma donde quiera. Así da gusto. Me acomodo en la primera habitación que encuentro, me doy una ducha y comienzo a preparar mi mochila. Paso y recojo la cuerda, ordeno los mosquetones y las cintas en el arnés, distribuyo la comida... En fin, lo preparo todo.

El día siguiente, tras las abundantes lluvias, amanece radiante. Voy a despedirme de la anciana del hostal y me encuentro a otras dos señoras, que deduzco son las hijas. Me presento, les doy un abrazo y, tirando de traductor de Google, les pido si me pueden guardar en su casa las dos mochilas más pequeñas que, tras desocupar su contenido y meterlo todo en la mochila grande, se quedaron vacías. Les digo que me voy a la montaña y que volveré en unos diez días. Por su puesto, no hay ningún problema. Ahora sí, me voy.

Me echo al monte a las once de la mañana y nada más empezar encuentro a un grupo de chinos medio desorientados. Me preguntan si sé dónde está el el monasterio. Se refieren a la Iglesia de la Trinidad de Guergueti (en georgiano: წმინდა სამება, Tsminda Sameba), un hermoso monasterio ortodoxo del S. XIV. Sé que debo pasar por allí así que les digo que me sigan. Al verme con semejante mochila, que de espaldas me tapa más de la mitad del cuerpo, comienzan a sacarme fotos. No entiendo muy bien por qué pero me río de la escena. Un buen rato después llegamos al monasterio tras una dura subida a pleno sol. Excepto una de las mujeres que está más en forma, el resto llegan reventados, pidiendo papas. Yo me río sin malicia y ellos responden de la misma manera. Me quito la mochila y nos vamos todos a ver el humilde monasterio. Es precioso y se encuentra completamente rodeado por gigantescos macizos montañosos. Por un momento asoma la mole helada del Kazbek en la distancia y tengo la impresión de encararme a Dios. Pronto se cubre de nuevo.  

Rumbo al monasterio. Al fondo, el Kazbek
Rumbo al monasterio. Al fondo, el Kazbek
Llegada al monasterio
Llegada al monasterio

Entro al monasterio y como todavía llevo el arnés puesto con varios cacharros, un tipo que se me acerca y me estrecha la mano me pregunta en buen inglés si voy a subir al Kazbek. Le respondo que al menos lo voy a intentar y dibuja una gran sonrisa, pero su rostro se torna preocupado al comprobar que voy solo. Mi nuevo amigo es Iraní, y aunque no entiendo de qué, me comenta que ahora trabaja aquí en el monasterio. Me enseña su mano y descubro unas grandes cicatrices. Me cuenta que el invierno pasado, subiendo al monasterio cayó por una ladera helada, y que chocar contra unas rocas fue lo que lo salvó de precipitarse al abismo. Tras la alentadora historia, me pide que tenga mucho cuidado y se despide con solemnidad.

Pronto se desata una tormenta eléctrica con grandes gotas de lluvia. Me despido de los chinos y me meto bajo un pequeño cobertizo que hay aledaño al monasterio. Al poco rato llegan otros tres alpinistas polacos -dos hombres y una mujer- y pronto comenzamos a charlar de lo que suponemos nuestro objetivo común. Ellos también van al Kazbek y acordamos empezar a caminar juntos cuando pare de llover. Congeniamos enseguida. De pronto veo aparecer también a las muchachas de Israel que, cuando me ven, me gritan lo que les enseñé en la clase exprés de español que les di: "¡Muchacho pendejo!". Se resguardan también de la lluvia en el cobertizo. De repente creamos una pandilla muy divertida y casi nos da pena cuando cesa la tormenta. Ellas se van, y los polacos y yo comenzamos el trekking de aproximación. Al poco de empezar a caminar advertimos que tenemos ritmos muy diferentes y acordamos establecer el Campo I a 3.000 metros de altitud en el mismo emplazamiento, prácticamente a los pies del glaciar. Nos deseamos suerte y cada uno a su ritmo. Vuelve a llover pero, ya en marcha, hasta se agradece. A cada rato me cruzo de regreso a algún tipo guiando caravanas de caballos porteadores subiendo o bajando del campo base el equipaje de algunos que pagan por ello. En cierto punto de la montaña, brota de la nada una placa conmemorativa a las víctimas del Kazbek. Casi todos murieron descendiendo y muchos de ellos eran polacos. "Espero no le presten demasiada atención", pienso para mis adentros pensando en mis nuevos amigos.

Alcanzo la cota de los 3.000 metros al atardecer bastante cansado. El Kazbek sigue cubierto pero, algunos macizos de menor altitud, se encuentran despejados y bañados por la luz cálida y nítida tan característica después de una tormenta.

El Cáucaso
El Cáucaso

Ya habiendo cenado y con el campamento montado, llegan ya casi de noche los tres polacos al grito de "¡Pedro!". Todos nos alegramos al vernos y, mientras levantan campamento, debatimos acerca de nuestras diferentes formas de aclimatación. Yo les comento que no soy muy partidario de las típicas caminatas de ida y vuelta en las que ganas altura y la vuelves a perder. Prefiero subir y, allí a donde llegue, pasar la noche, por lo que al día siguiente, tras una noche fría y de abundante lluvia, subo al Campo II, o campo base, situado a casi 3.700 metros de altura. Los polacos subirán al día siguiente para volver a descender al Campo I y de nuevo dormir ahí, mientras que yo levanto mi tienda al llegar al Campo II. La travesía hasta aquí, atravesando el imponente glaciar del Guergueti, es formidable. Hay que decir que es un glaciar bastante amable, con pocas grietas y todas ellas pequeñas y visibles, al menos en este tramo, pues los días siguientes me demostrarán que no siempre es así. En el campo base se encuentra el Bethlemi Hut, una estación meteorológica que hace de refugio a quienes deciden pagar por ello. 

Campo base
Campo base
Glaciar del Guergueti
Glaciar del Guergueti
Río sobre el glaciar
Río sobre el glaciar

A media tarde ya me encuentro bastante descansado y decido dar un pequeño paseo sobre el glaciar hasta alcanzar los 4.000 metros de altura a modo de aclimatación. El paseo me sienta de maravilla e incluso regreso corriendo al campo base. Me encuentro en plena forma y disfruto de la vista desde la privilegiada terraza que conforma la entrada de mi tienda de campaña, con vistas al gigantesco mar de hielo y a los continuos desprendimientos de roca y nieve de la montaña, algunos de ellos de inmensas proporciones y cuyo estruendo llega a poner los pelos de punta.

Esa misma tarde conozco a otros dos alpinistas, uno alemán y otro austríaco, que dedicarán el día de mañana a descansar y aclimatarse. Yo les comento que tal vez ataque la cumbre mañana mismo, por lo cual se sorprenden bastante, pues ello supondría ascender en tres días sin descanso desde el fondo del valle. Pero es que, honestamente, les comento que me encuentro con muchas fuerzas. En fin, por si acaso me retiro a la tienda muy temprano. A las siete de la tarde comienza a llover con fuerza y la verdad que hace bastante frío. Intento descansar y pronto me quedo dormido. Instintivamente me despierto a la 1:27 de la madrugada. Salgo de la tienda y me sorprende un cielo que explota en destellos. Pese a las pocas horas de sueño me encuentro totalmente descansado y, mientras preparo mi mochila, escucho como ya arrancan a caminar algunas cordadas. Doy un trago de agua y dejo el campo base. Comienzo a caminar en total oscuridad, solo iluminando mis pasos con la tenue luz roja del frontal. Adelanto las cordadas que van por delante mía y de pronto me encuentro totalmente solo sobre la gran llanura congelada que conforma el glaciar, muy atento a las cada vez más grandes y continuas grietas que se suceden. La nieve que lo cubre está dura como la piedra. Me detengo a respirar. Apago la luz del frontal y miro al cielo. Pasa un cometa. Doy las gracias y continúo el ascenso. En fuerte pendiente alcanzo una gran explanada: el famoso Plateau. Deben ser las cuatro y media de la mañana. Amanece. El mar de montañas que me rodea se tiñe de un tímido azul glacial que da una sensación de frío que se corresponde con la realidad. Me pongo todas las capas de abrigo y sustituyo uno de mis bastones por el piolo. La pendiente se pone cada vez más tiesa. El familiar sonido metálico del piolet contra la nieve helada me reconforta, me da fuerzas. Comienza la escalada.

A partir de los 4.500 metros de altura el avance se vuelve lento, fatigoso. El amanecer avanza, y el azul inicial es sustituido por un intenso naranja que colma de nitidez al paisaje brutal del Gran Cáucaso. Al fondo, incluso el Elbrus asoma, helado.

La inmensidad del Gran Cáucaso
La inmensidad del Gran Cáucaso

Tras un pequeño llanear a media ladera junto a unos grandes seracs, el ascenso se empina hasta convertirse en una bonita pala que termina en una cornisa helada que hay que atravesar para alcanzar el collado final. Aquí la fatiga es considerable y me sorprendo dando quince pasos y viéndome obligado a detenerme para descansar y respirar para regular mis pulsaciones. Nunca antes había experimentado la sensación. En este punto me uno a una cordada que asciende desde la vertiente rusa. Son dos chicos, Dimitri y Pávlov, y una chica, Tatiana. Los tres son rusos. Antes de alcanzar la cornisa, Tatiana se bloquea un poco y entre todos tratamos de asegurar sus pasos para aumentar su confianza. Pronto alcanzamos el collado. Este último esfuerzo me deja baldado y me tiro al suelo con mareos, pero pasados unos pocos minutos me siento muy recuperado. Intento comer un caramelo pero mi cuerpo lo rechaza. Apenas consigo dar unos tragos al agua medio congelada. Estamos a 4.870 metros de altura y, no me preguntes cómo, aparecen cuatro perros tumbados sobre el hielo. Por un momento creo que empiezan las alucinaciones, pero no, todos los ven. En fin... serán rusos. De hecho, mis nuevos amigos me comentan con alegría que acabamos de entrar en Rusia. Mientras descansamos, observamos jadeantes la pala final, de orientación norte, totalmente a la sombra y con sus 45º de inclinación imponentes sobre el collado. El cansancio me hace verla totalmente vertical. No obstante, de pronto siento un chute de motivación que aprovecho para levantarme y emprender la escalada final. Les deseo suerte a los rusos, ellos hacen lo mismo conmigo y me lanzo a la pared. Curiosamente, en este punto me siento con muchas fuerzas, probablemente la proximidad de la cima tenga algo que ver. En esta cara, sopla un viento atroz que me deja la mano izquierda de madera. Me salgo de una huella zigzagueante y decido probar mis fuerzas subiendo "a pincho" por la pala, abriendo mi propia escalada. Clavo piolet, clavo puño izquierdo, crampón derecho, crampón izquierdo. Y así un buen rato que se convierte en meditativo hasta que, casi sin darme cuenta, miro hacia arriba y observo la brillante parte superior de la bola somital. La pendiente disminuye y de pronto el sol me golpea la cara. La pared se convierte en llanura. Estoy en la cima. Alcanzo los 5.047 metros de altura del Kazbek a las 8 de la mañana en absoluta soledad. De pronto se me emborrona la vista, casi no veo. ¿Será la nieve que arrastra el viento? No... es algo más. Las sensaciones de la montaña son simplemente mágicas, a veces inexplicables. Son un soplo de vida para el alma. Miro a mi alrededor y no doy crédito. Todo queda por debajo de mí. Los glaciares, los valles, las nubes, las montañas. ¿Será verdad que vivimos en un planeta tan rebosante de milagros? ¿Será verdad que esto lleva existiendo toda la eternidad? La sensación me supera y me siento estúpido por dar por hecho la existencia de algo semejante. La inmensidad de la naturaleza me abruma, desnuda mi alma y mi ego, aniquila al último por unos instantes, convirtiendo así este en uno de los momentos más hermosos de mi vida, en el que se culmina (aunque todavía queda el descenso) una aventura gestada muchos meses atrás, en el momento mismo en que comenzó a ser soñada durante una fría tarde de enero en la Sierra de Madrid, en la que un compañero de las pruebas de acceso al curso de guías de montaña, Javi, de Pamplona, me habló, mientras corríamos por un pinar muy nevado, de esta montaña por primera vez: el Kazbek, aquel hermoso "cincomil" georgiano cuyo nombre, no sé por qué, me cautivó desde el principio. 

Elbrus. El techo de Europa
Elbrus. El techo de Europa
Desde la cumbre
Desde la cumbre
Desde la cumbre
Desde la cumbre

Al rato van llegando algunas cordadas a la cima. Primero los rusos, y más tarde dos checos y dos rumanos. Nos damos la enhorabuena los unos a los otros y, con el alma desnuda, compartimos sin disimulo la emoción de la cumbre.

El descenso hasta el Base transcurre sin mayores contratiempos más que una metedura de pata en una grieta del glaciar, que soluciono sin problema pero con susto. Al llegar al campo base, primero me encuentro al alemán y al austríaco practicando algunas maniobras de cuerda, y me felicitan por haber subido. Acto seguido entro a mi tienda y me tumbo destrozado pero inmensamente feliz, aunque demasiado cansado como para asimilar los sucesos. Al rato me despierta un calor intenso y, nada más salir de la tienda, me sorprenden los polacos, recién llegados al campo base en su caminata de aclimatación. No dan crédito a que ya haya subido y me preguntan el tiempo empleado. No había pensado en ello y me pongo a echar cuentas. Seis horas clavadas para subir y tres para bajar. "Loco Pedro..." es toda su respuesta. Me dan la enhorabuena por tan buen tiempo y por haber ascendido en solitario. Los abrazo a todos antes de que vuelvan a bajar al Campo I y busco una sombra en la que tumbarme mientras reparo en que todavía no comí nada desde las dos de la mañana en que comenzó mi jornada, pero la prioridad del cuerpo es descansar, mucho más que comer.

Al día siguiente me despierto a las cinco de la mañana fresco como la menta, realmente sorprendido por tener tanta energía. Recojo todo y, entristecido, dejo el campo base. De nuevo atravieso el glaciar y pronto llego al Campo I, donde vuelvo a encontrar a los polacos, que me invitan a uno de los tés que más deliciosos me supieron nunca. El día es radiante. Pasamos un rato de lo más agradable, con vistas al glaciar y al Kazbek, charlando amenamente y dejando caer alguna que otra promesa de reencuentro. Me dan su palabra de venir a los Picos de Europa, pues les comento que ahora vivo allí, y yo les doy la mía de enseñarles las montañas. Con el trato cerrado, me despido de ellos y, ya con los "deberes" hechos, disfruto todavía más de la formidable caminata de regreso hasta el pueblo de Stepantsminda, atravesando las inmensas praderas alpinas rebosantes de florecillas de todas las formas y colores, con el majestuoso telón de fondo del Cáucaso, bañadas sus faldas por los ahora verdes abedulares que, para decoro del paisaje, dan ese toque de color que tan perfectamente contrasta con la apariencia inerte de las grandes montañas. Este recorrido hasta el valle, bañado de alegría y satisfacción, conforma el broche de oro a tan hermoso periplo. Y es así, narrándola en estas páginas, como concluye el ciclo de esta aventura, pues, como toda gran aventura, primero se sueña, luego se vive y, ya por último, se transmite.

Auténticos rascacielos de roca
Auténticos rascacielos de roca
El Kazbek desde el valle
El Kazbek desde el valle
Altihut con el Kazbek
Altihut con el Kazbek